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Bajo Arboles Mojados

La Ciudad del Desierto (I)

Era ya cerca del medio día cuando la caravana alcanzó la ciudad del desierto. Y a pesar de que el calor tostaba, como a fuego lento, cada uno de los granos de arena, una vez traspasamos las puertas, un ligero frescor recorrió mi cuerpo, aún llevando aquellas abundantes ropas negras de lino.

Costaba trabajo avanzar en medio de aquella acumulación de seres humanos que regateaban por el precio de 20 onzas de azufre o se sentaban tranquilamente bajo la sombra de algún sicómoro para compartir vivencias ocurridas años atrás en sus vidas con la compañía de un té de hierbabuena.

Pero si la ciudad sorprendía de día, de noche su esplendor sólo se podía comparar con alguna ciudadela construida en la vieja Hispalis. En el momento se alzaba la luna, siempre llena, las fuentes se encendían por obra de algún hechizo realizado por los magos. Las aguas recorrían los canales que serpenteaban por las puertas y los arcos repletos de arabescos de todas las casas. Canales estrechos, similares a acequias, que limpiaban la cara de la ciudad al tiempo que elevaban un frescor mágico. Y todos estos canales desembocaban en el centro mismo de la urbe, en un lago que se secaba todas las mañanas con los primeros rayos de luz del día. Un lago artificial que obligaba a los habitantes de aquella zona a regresar de las tabernas a sus casas en barcazas similares a góndolas. Un lago que era un hervidero de insectos diminutos, de libélulas e incluso de hadas perezosas, que ponían sus huevos junto a los de las luciérnagas.

Y justo cuando la luna alcanzaba el punto más alto en el alto cielo, los ricos comerciantes soltaban las amarras de sus globos aerostáticos y subían a robarle cristales de eternidad al satélite argéntico...

1 comentario

Jane Eyre -

No me meteré con el error histórico entre ciudadella e Hispalis...jejeje.
Muy bonito, cielo.

Bacci