Extraños en el paraíso
Tras mucho insistir, acepté por fin una invitación suya. Él era asiduo de la cafetería en la que yo trabajaba. Siempre pedía lo mismo, después de llegar puntual a una cita que ninguno de los dos había fijado. Estaba en la barra dos horas con la misma taza de té y con un libro abierto en la mano. Aunque en realidad no leía. Me miraba.
Luego, quizá, se insinuaba con frases torpes, palabras infantiles.
Hoy por fin acepté. Me esperó en la puerta del local a que terminara, y sin cruzar una palabra, le seguí al coche, en el que me llevó a su apartamento. Era un estudio sencillo, sin ninguna habitación separada a parte del cuarto de baño. La verdad es que estaba muy pobremente amueblado, a penas una mesita y dos sillas, unas estanterías que cubrían la totalidad de la estancia y estaban llenas de libros, y un sofá cama que pronto quedó abierto.
Me desnudó poco a poco, casi con la mirada o con sus palabras. Yo también le desnudé. Y cuando ya no quedaba nada de ropa sobre nuestros cuerpos, continuamos desnudándonos.
Quedando ya sólo dos pequeñas lucecitas, nosotros, que jugueteaban por la habitación, apague la luz del mundo. Y nos besamos...
Luego, quizá, se insinuaba con frases torpes, palabras infantiles.
Hoy por fin acepté. Me esperó en la puerta del local a que terminara, y sin cruzar una palabra, le seguí al coche, en el que me llevó a su apartamento. Era un estudio sencillo, sin ninguna habitación separada a parte del cuarto de baño. La verdad es que estaba muy pobremente amueblado, a penas una mesita y dos sillas, unas estanterías que cubrían la totalidad de la estancia y estaban llenas de libros, y un sofá cama que pronto quedó abierto.
Me desnudó poco a poco, casi con la mirada o con sus palabras. Yo también le desnudé. Y cuando ya no quedaba nada de ropa sobre nuestros cuerpos, continuamos desnudándonos.
Quedando ya sólo dos pequeñas lucecitas, nosotros, que jugueteaban por la habitación, apague la luz del mundo. Y nos besamos...
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