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Bajo Arboles Mojados

La ciudad del desierto (III)

—No es imposible —dijo mientras descendíamos por la caverna.

Me había hecho acudir a la entrada de la gruta justo una hora antes de amanecer. Y a pesar de mis preguntas, me aseguró que no necesitaríamos ningún tipo de linterna para descender a las entrañas de la cueva.

Caminábamos callados, uno al lado del otro, sorteando de vez en cuando las estalagmitas que crecían desde el suelo. Había allí dentro una luminosidad especial. Como si los millones de cristalitos de mineral de la roca reflejaran la luz de un sol escondido en el interior de la gruta.

Entonces llegamos a la sala central. En el momento justo en el que la dama plateada, resplandeciente, se sumergía desnuda en el mar inmenso interior.

El alquimista se le acercó, respetuoso, y le mostró el lingote de plomo y el cáliz lleno de la mejor aguamiel. Ella besó primero el metal, y luego bebió un trago corto de la copa.

Volvió él, sin ninguna explicación, y retomamos el camino de vuelta al exterior. Y cuando alcanzamos la salida, sacó de su bolsa de piel el lingote de plomo que había guardado tras el cariñoso gesto de la dama.

Ahora era dorado. Se había transformado en oro.

—No es imposible. He encontrado la piedra filosofal. Ella es mi piedra filosofal —. Y tomó un largo sorbo de la copa, justo antes de ofrecerme a mí también un poco de eternidad...

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