Blogia
Bajo Arboles Mojados

La literatura (V)

—Bueno, pues eso, buenas noches...

—Buenas noches, ya nos vemos...

—¿Sabes? Ahora me tomaría una tarrina de helado de chocolate. Pero estoy seguro de que en mi casa no queda nada.

—Ahora que lo dices, a mí también me apetece bastante. Ya estoy cansado de esta dichosa dieta. A veces me apetece darme un caprichito.

—Podríamos... Podría coger el coche y nos vamos a buscar por aquí cerca algún sitio que esté abierto. Cómo echo de menos aquí los 24 horas... Pero a saber dónde hay que ir...

—Pues imagino que como muy lejos, hasta la gasolinera que hay bajando a la ciudad.

Y sin más preámbulos, subimos en el coche que estaba allí al lado y nos dirigimos hacia la gasolinera, perdida a mitad camino entre los pueblos del interior y la ciudad. Aunque en realidad, estaba tan solo a 15 minutos desde dónde estábamos.

El dependiente quedó un poco sorprendido al vernos llegar a esas horas. Y sobretodo al ver que sólo íbamos a por helado, que no queríamos ponerle carburante al coche. Pero nosotros le ignoramos. Compramos una tarrina grande de helado de chocolate. Y dos cucharas. Y nos fuimos.

De vuelta a casa, en la torre del campanario del pueblo anterior al nuestro, sonaban las cuatro y media de la madrugada.

—Creo que se nos ha hecho un poco tarde —dije pensando en las represalias paternas que sufriría al día siguiente.

—Tranquilo, ahora nos comemos el helado y te acerco a casa. Por cierto, ¿dónde te apetece que vayamos a tomarlo?

"Dónde tú quieras". Y dicho esto, cerré los ojos como si estuviera jugando a la gallinita ciega, y te pedí que me avisaras cuando hubiéramos llegado.

Una vez noté que el coche se había parado, y tras haber superado la curiosidad que me había embargado, me permitiste mirar a mi alrededor, para comprobar que me encontraba en una de esas calles del casco viejo del pueblo, de las que se encuentran en la zona alta y desde donde se dice, que en los días claros se puede ver el mar. Ahora sólo se distinguía la luz que emitía la ciudad. Y sin embargo, el paisaje continuaba teniendo algo de mágico.

—¡A comer! —sugerí para que no se me notaran los nervios. Y acto seguido, atacamos la tarrina por riguroso orden.

—¡Te has manchado la barbilla, guarro!

—¿No tendrás un pañuelo para limpiarme? —efectivamente, noté unas gotas de helado derramarse por la comisura de mis labios y descender hacia la barbilla.

—Espera, que ahora te lo limpio yo...

Y en vez de sacar un pañuelo, acercaste, lentamente, tu boca a la gota que estaba a punto de caer de mi mentón, para luego dejarme que probara aquel helado que en realidad era mío...

0 comentarios