El Palacio de la Luna
Fue por aquel entonces cuando le regalaron el Palacio de la Luna, argéntico, construido con roca selenita. Éste se encontraba justo en el límite entre su cara visible y su cara oculta. Así, por las tardes, cuando le apetecía pasear, y dependiendo del humor que hubiera desarrollado a lo largo del día, salía a dar una amplios paseos por la cara visible, acompañado de un bueno libro, o tomaba unas cuantas luciérnagas del jardín, las metía en una botella, y caminaba cabizbajo por las sendas zigzagueantes que había en la cara oculta.
Disfrutaba también recostándose en alguno de los amplios cráteres y observando las constelaciones, o realizando la ardua tarea que se había propuesto, contar todas y cada una de las estrellas visibles desde allí e inventarles un bonito nombre.
Pero con lo que más disfrutaba, aquello que hacía que no se aburriera nunca a pesar de recibir escasas visitas, era pescando. En las noches en las que el satélite se encontraba en cuarto menguante, bajaba justo allí donde la luna formaba su pico, se recostaba, y con una gran caña, una inmensa caña armada de hilo de oro, pescaba delfines y ballenas de los mares de la Tierra. Luego los devolvía intactos allí de donde procedían, aunque solía pedir prestados a los cetáceos alguno de los pelos de sus barbas, para armar con ellos aquella arpa construida con las alas de un ángel caído que tañía en las noches de luna nueva, cuando el sol no calentaba la superficie del satélite y se refugiaba frente a la chimenea en una de las torres del castillo.
Disfrutaba también recostándose en alguno de los amplios cráteres y observando las constelaciones, o realizando la ardua tarea que se había propuesto, contar todas y cada una de las estrellas visibles desde allí e inventarles un bonito nombre.
Pero con lo que más disfrutaba, aquello que hacía que no se aburriera nunca a pesar de recibir escasas visitas, era pescando. En las noches en las que el satélite se encontraba en cuarto menguante, bajaba justo allí donde la luna formaba su pico, se recostaba, y con una gran caña, una inmensa caña armada de hilo de oro, pescaba delfines y ballenas de los mares de la Tierra. Luego los devolvía intactos allí de donde procedían, aunque solía pedir prestados a los cetáceos alguno de los pelos de sus barbas, para armar con ellos aquella arpa construida con las alas de un ángel caído que tañía en las noches de luna nueva, cuando el sol no calentaba la superficie del satélite y se refugiaba frente a la chimenea en una de las torres del castillo.
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